Hace algunos días, una camioneta blanca llegó a Bacalar, en Quintana Roo: llevaba a varios encuestadores del Instituto Nacional Electoral (INE); en realidad, eran verificadores, pero estaban haciendo preguntas personales a la gente.
El asunto es que llegaron casi en la noche, y en medio de la inseguridad, los vecinos comenzaron a difundir en redes sociales lo que estaba ocurriendo. Aunque el motivo era bueno, la estrategia fue equivocada. No estoy seguro de que el INE haya cumplido su cometido.
Hacer encuestas para un asunto fácil, porque, como ciudadanos, el contacto más directo con ellas es una persona que nos hace preguntas, pero detrás de él o ella hay todo un trabajo basado en métodos científicos y, sobre todo, hay una estrategia, ya sea comercial o electoral.
Si bien es cierto que una encuesta busca conocer la opinión de la gente, no son suficientes sólo algunas respuestas; hay que cruzar datos, poner candados para evitar, lo más posible, sesgos en las respuestas; el objetivo es encontrar lo que las personas quieren o adónde quieren llegar.
¿Y para qué nos sirve saber lo que la gente quiere o desea? ¿Qué le molesta? ¿Qué no le gusta? ¿En qué gasta sus recursos? ¿Cuánto gana o le gustaría ganar? Si tiene todos los servicios básicos, si su calle es funcional. Para que se puedan dar respuesta a esas preguntas, así de simple.
Las encuestas políticas no sólo buscan per se el voto; buscan entender al votante, de tal manera que exprese todo aquello que “le duele” y todo eso que sueña alcanzar. Pero preguntarle eso abiertamente a una persona nos puede arrojar largas respuestas que pueden no concordar con las de los demás, por quienes lo rodean, por su familia, su comunidad.
Lo que una encuesta bien hecha un fundamentada intenta es encauzar, a través de cuestionarios perfectamente diseñados -cuando la hacen empresas profesionales-, generalizaciones sobre problemas sociales; sobre bienestar emocional, incluso sobre felicidad o, por qué no, sobre formas implícitas de rechazo social, a fin de combatirlas.
Por ejemplo, es común, en México, que realicen encuestas sobre género; se hacen preguntas directas sobre si tienes o has tenido contacto con homosexuales, si los respetas, si estás de acuerdo con su preferencia.
En muchos casos, las respuestas son positivas, pero cuando las preguntas se cierran a circunstancias más “cercanas” como si fuera tu vecino, las respuestas cambian y revelan miedos ocultos.
La única forma de garantizar que una encuesta revele lo que la gente desea realmente es que la hagan los especialistas: casas encuestadoras especializadas en la investigación de opinión pública que, además del conocimiento de la materia, ya tengan un camino recorrido que les permite saber qué herramientas utilizar, cuándo, en qué circunstancias y, sobre todo, tener incluso sentido común para elaborar la estrategia.
Sólo de esta forma pueden establecerse campañas bien dirigidas ya sea en potenciales gobernantes (cuando son candidatos) o en gobiernos electos o constitucionales, que sean ganadoras, es decir, que den las respuestas necesarias para accionar, para establecer políticas públicas enfocadas y que surtan efecto.
No puede haber la solución de un problema social cuando no se ha preguntado a la gente qué es exactamente lo que desea.
Para muestra, un botón: hace ya varios años, en la ciudad de Mérida, Yucatán, se realizó una encuesta para saber la situación del transporte público y, con base en ella, tomar acciones.
El resultado sorprendió a muchos de los entonces encargados del gobierno municipal, pero lo más sorpresivo fue cuando implementaron un sistema de transporte que, en pocas horas, por no decir en días, hizo pedazos lo que, bien o mal, funcionaba.
El cuello de botella en el Centro Histórico fue tal, que los meridanos “orillaron” a la autoridad a echar marcha atrás, y el resultado fue tan negativo que, aunque “malo”, tuvieron que adoptar de nueva cuenta el viejo sistema de transporte.
Lo que muy pocos sabían es que, en la encuesta, entre otros resultados había un resultado general: al menos en ese momento, la gente no deseaba del todo un nuevo sistema de transporte, sino que funcionara el que estaba, que las unidades estuvieran al 100 por ciento, limpias, que ¡caray: pudieran abrirse las ventanillas!
No podemos afirmar que la encuesta estuvo mal planteada o dirigida, pero el resultado demostró que no había relación entre el problema social y la solución. Al menos creo que la lección quedó aprendida.